A fines del año 1983, Cecilia quedó embarazada, hecho que fue recibido con felicidad y emoción por la joven pareja y toda la familia.

En febrero de 1984, primero una molestia y luego una llaga en su lengua determinaron una serie de estudios médicos que dieron como resultado un tumor maligno. Cecilia rechazó cualquier tipo de tratamiento que pueda hacerle daño al bebé. Amaba la vida: la suya, la de su hija en gestación, la de su familia y la de todos. Como respuesta se sumergió en el presente, aferrándose a su profunda fe cristiana y a sus afectos.

Para no perjudicar al bebé, optó por la extirpación de parte de la lengua y la cadena ganglionar hasta debajo del mentón. Sin embargo, a pesar de esta operación, el tumor siguió desarrollándose.

Fue entonces que toda la comunidad observó que Ceci comenzó a “acelerar” en su vida espiritual. Viviendo con intensidad cada momento presente, entregada totalmente a la voluntad de un Dios que es Amor. Y para cumplir este designio se apoyó en su profunda fe, en la aceptación amorosa de ese dolor como “Jesús Abandonado”, en el afecto de su esposo, familiares, amigos y en la fuerza de la unidad y cercanía con quienes compartía su ideal de vida.

María Agustina nació en julio de 1984 y su presencia redefinió la vida hogareña. Cecilia, en su diario, describía la rutina diaria de la siguiente manera:

“… a la mañana bien temprano por lo general papá es quien te da la mamadera, luego se turnan entre la Abuela Angelita, el Abuelo Manolo y también la Tía María Inés que rato que tiene libre está acá con nosotros, cuando viene ella sos exclusivamente para sus brazos. La abuela ahora te está haciendo de mamá ya que yo todavía no tengo las fuerzas para hacerlo, el abuelo te mimosea todo el tiempo y Papá está como si fuera un abuelo bobo se la pasa diciendo ‘qué hermosa hija que tenemos, viste?”.

Cecilia tenía las preocupaciones propias de toda progenitora y vivía la felicidad de la maternidad. Sin embargo, la circunstancia en la que asumía ese rol y la evolución espiritual que la acompañaba dotaban a su maternidad de nuevos sentidos. Se preocupó por dejar asentado por escrito, para que su hija lo leyera de primera mano en el futuro, todo el amor que sentía hacia ella y el significado de la experiencia que estaba atravesando. En la mayoría de sus cartas, así como en su diario, describía a María Agustina con suma ternura, detallando sus características físicas, su personalidad, su crecimiento, sus progresos y los sentimientos que le inspiraba. La consideraba como un regalo de Jesús, reconocía que operaba como un bálsamo para ella y afirmaba que irradiaba paz y calidez.

María era su modelo de femineidad en general y de maternidad en particular. Cuando sufría por no estar junto a su hija o no poder cuidarla por sus limitaciones físicas, evocaba el dolor de la madre de Jesús al pie de la Cruz y pensaba en la impotencia que debía haber sentido al no poder tomarlo o consolarlo, sino solamente mirarlo y pedir por él. Ponía a María Agustina bajo el halo protector de la Virgen, confiando en que ello centuplicaría el cuidado que se le brindaba.